jueves, 17 de noviembre de 2011

metamorfosis

Mi hermana se unió a la comisión estatutos y se ofreció para ser la redactora final del documento. Estamos mi mamá, ella y yo paradas alrededor de la mesa del comedor, cada una haciendo algo diferente. La Claudia me recita el nombre pomposo y shuperloco que han decidido ponerle a los estatutos de nuestra Asamblea, que… la verdad es que a mí me pareció una estupidez de 5 líneas hacia abajo, amontonándose y atropellándose a sí mismo, que no tiene ningún sentido salvo, al parecer, para mis compañeros que discutieron y elaboraron los estatutos y su peculiar titulación.

Mi mamá está ordenando unos papeles de espalda a la claridad que me encandila a mí y que entra por la ventana que da a la calle. Parece hacer algo urgente, considerando la velocidad con la que cambia sus hojas impresas de una pila a otra.

Yo no tengo prisa. Estoy mirando a las hormigas caminar en filitas por la planta que puse en un macetero sobre la mesa. Sus hojas y sus tllos son verde claro, suavecitos como un terciopelo frío y algo húmedo; me basta con mirarla para notar su grosor hidratante, como el del aloe vera. En la base, la plantita tiene una especie de colchón más verde y más grueso aún que el resto de su cuerpo, que se confunde finalmente con la tierra del macetero, hundiéndose en ella, igual que como van perdiéndose también las hormigas que en filita entran por pequeños agujeros hechos en este colchoncito. Me intriga, me hace feliz su animalidad, la forma en que todos mis condicionamientos humanos les son ajenos.

Y de repente, entre la fila de las hormigas, irrumpe ella, la reina, que se arrastra gigante y gorda ante sus súbditas que no hacen más que seguir sus filas trabajando incesantes. Con entusiasmo de niño llamo la atención de mi mamá y mi hermana para que la vengan a ver, que es gigante, que es la reina y que es más gruesa que el tallo sobre el que camina. Y mientras miran sin mucho asombro mi hallazgo, voy cayendo en la cuenta de que este gusano que está acomodándose con maestría en el colchón de la planta, de reina de las hormigas no tiene nada. Es una cuncuna, verde como las hojas, clara y blancuzca como el líquido que imagino corriendo por las venas de la planta.

La mudanza de la cuncuna llega a tal punto, que cuando volví de una fugaz conversación con mi hermana, la planta, en su base, está respirando. Se mueve rítmicamente arriba y abajo como mi pecho ahora mismo. Entonces toda mi atención se posa nuevamente en este macetero tan curioso y voy presenciando el ritual de esta cuncuna, la construcción de su capullo trazo a trazo, hilitos de seda entrelazándose, cubriéndola completamente, formando un tubo del que yo apenas veo un extremo que sale por debajo del colchón, en una fisura entre éste y la tierra. Otra vez me embarga el entusiasmo infantil. Quiero compartir esta belleza con mi hermana y mi mamá, así que no paro de llamar su atención hasta que logro que dejen de hacer lo que están haciendo y vean conmigo cómo esta cuncuna cumple su etapa de transición tan rápido y se entrega al renacimiento bruscamente, con el único impedimento de la fricción entre su cuerpo y el interior de su saco de metamorfosis. Cuando terminó de salir por el extremo inferior del tubo, pegajosa y brillante de humedad, pensé con los ojos bien abiertos que había presenciado el primer parto de mi vida y entonces un impulso me hizo ofrecer a esta mariposa mi dedo medio de la mano derecha como ancla al mundo que seguramente ahora le parecía tan distinto.

Algo maternal hay en mí, es que la vi reinventarse y renacer como una hermosa mariposa de cuerpo profundamente negro, de apariencia frágil y quebradiza, pero de una realidad firme, flexible y resistente. Fueron sus alas rosadas intensas y brillantes las que llamaron la atención de mi mamá. Yo sigo maravillada con este animalito que es del tamaño de la palma de mi mano, que con sus patas se aferra esbelta con firmeza a mi dedo medio y que es pura vida. Para mí, en el proceso y en su sola existencia está toda la belleza de este animalito que eligió mi planta para su cambio. Me basta con contemplarla con los ojos bien abiertos y la respiración bien lenta y profunda para que tanta maravilla entre de a poco en mí, no vaya a ser que me desintegre de golpe… pero a mi mamá no le basta, no. Para ella la belleza de esta mariposa está en el color y el brillo de sus alas, en el cliché de la femenina mariposa que agita sus alas y revolotea en una trayectoria que a nosotros, acostumbrados a caminar en línea recta directo a un objetivo, nos parece errante. Mi mamá quiere que la mariposa sea para ella, quiere el show del vuelo y por eso no le importa ni siquiera que haya comenzado recién su existencia con lo nueva que es, sin pensar siquiera en que quizás aún ni sabe cómo volar. Con sus dedos le da golpecitos a la cara de la mariposa, que es perfectamente distinguible gracias al tamaño total que alcanza su cuerpo. Golpea y golpea su cara negra, como quien golpea una jaula para que el animal tras las rejas haga alguna gracia. Pero aquí ni siquiera hay jaula, ni siquiera existe una barrera que la proteja, así que la golpea directamente en la cara para que se digne a volar y la complazca.

No sé si fue solamente la molestia enorme que me producía su capricho de pendeja y el desprecio que sentía ante su incapacidad de conmoverse con tanta belleza simple, dejándola ser no más, o si también fue ese instinto materno que me inspiró este nacimiento manifiesto. La cosa es que con gran convicción les informé seca y seriamente que la mariposa estaba agotada, que había pasado por un proceso muy importante en su vida y que necesitaba descansar, al tiempo que alejaba mi mano del alcance de mi mamá, con la mariposa todavía firmemente anclada a mi dedo medio.

Y era cierto, no mentía ni inventaba por puro disgusto. Apenas estuvo a salvo de los golpes, recogió sus alas y se enroscó en mi dedo. Utilizó como aguja su trompita y perforó mi piel para guarecerse a dormir bajo ella un rato, mientras yo veía con admirado espanto cómo mi dedo se transformaba en algo parecido al espiralado contorno de un tornillo. Sentí miedo y un dolor palpitante en la mano, pero mi izquierda se negó a forzar su negro cuerpecito para retirarla de su refugio recién inaugurado… apenas dos gotitas de sangre sobre mi dedo no son motivo para negarle un buen descanso a un animalito así.

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